Retrato de una joven en llamas es prácticamente un cuento de hadas. Lo que pasa en su historia requiere de una serie de acontecimientos que podrían parecer imposibles.
La verdad considero que esta es una película que se disfruta mejor si no se sabe nada, así que si no la han visto, pues vayan a verla, luego vuelven aquí. O lean todo si quieren, yo ya avisé. Lo que sí, antes o después, véanla. No podría recomendarla más.

Ahora sí.
Marianne (Noémie Merlant) es una pintora que recuerda un momento particular de su vida, un par de semanas en las que viaja a una isla remota en la Bretaña francesa, para hacer el retrato de la joven Heloise (Adéle Haenel), retrato que servirá como carta de presentación para su futuro marido. Además de ellas, en el austero castillo se encuentran Sophie (Luàna Bajrami) y la Condesa (Valeria Golino).
La directora Céline Sciamma retrata unos días perfectos, casi dos semanas, en los que la pintora y la modelo se conocen, se miran, se hablan, se miran, se desean, se miran, se pelean, se miran, y por si no entendieron se miran mucho, así se ve expresado el deseo en esta película: miradas.
No es queja. Las miradas dicen mucho más, y con mayor énfasis y realismo de lo que cualquier diálogo podría hacer. Es la mirada femenina, la de los personajes, pero también la de Claire Mathon, encargada de la espectacular cinematografía que da la sensación de estar observando cuadro tras cuadro durante los 122 minutos de duración de la película.
Las miradas llenan los minutos con una tensión que deviene rápidamente en erotismo. Todo es lento, sútil y por ello más erótico. También romántico, como el momento en el que surge la pregunta: "¿Crees que todos los amantes tienen la sensación de estar inventando algo?".
Lo que alcanzamos a ver de sus encuentros sexuales, no es nada del otro mundo, apenas y hay uso del desnudo, y, sin embargo, tienen una de las escenas más candentes que he visto en mi vida, usando solo una mano y una axila.

Pero más allá del deseo físico, la película, cuál cuento de hadas, expresa otra fantasía femenina. La de un mundo sin hombres, al menos por una semana. Los hombres aparecen en dos momentos de la película, en los primeros cinco minutos, para llevar a Marianne a la remota isla, y al final, con la sola presencia de uno de ellos, se nos avisa que el cuento de hadas llega a su fin y la realidad del mundo patriarcal, con sus expectativas y opresiones, las espera.
En esos días sin hombres, no sólo ocurre la historia de amor y sexo que la mayoría recordará, sino una de comunidad femenina, en la que hay amistades, risas, cantos, sororidad, apoyo más allá de las clases sociales, miedos compartidos, mucho alcohol y más de un intento de aborto.
Aquí me parece importante destacar el nombre de la pintora: Marianne. Ese nombre representa, en Francia, a la República y sus ideales: libertad, igualdad, fraternidad (¿sororidad?), un símbolo en contra de la opresión de todo tipo. Es con la llegada de Marianne que esa comunidad ideal se forma, y con su partida que la vida vuelve a la normalidad patriarcal de finales del siglo XVIII. Aunque haya que volver a la realidad, por unos días tienen a Marianne.
Esa es la aspiración de la película, ese es el deseo. No que la vida sea para siempre un cuento de hadas, pero que alcancemos a vivir esos momentos de libertad, tan poderosos que nos acompañan toda la vida, como una obra de Vivaldi.